MIGUEL Y SU ARMÓNICA
Por Mario Aguirre Montaldo
Ya es sabido que con el Yelo jugábamos a la pelota en la cancha “de los columpios” detrás del edificio de la panadería. Además de los futboleros habituales, solían aparecer futboleros itinerantes. Uno de ellos fue el Miguel. Un cabro desconocido para nosotros, posiblemente residente de algún camarote central como el 37, el 38, el 40 u otro. Digo esto porque era muy frecuente verlo por esos lados. Un día apareció como espectador a nuestras chuterías de pelota y lo invitamos a jugar. Volvió a aparecer en otras oportunidades, siempre con una plateada armónica en la boca, la que guardaba en su bolsillo trasero para integrarse al peloteo.
Guardo el recuerdo cuando el cabro Miguel tocaba sentado en la entrada del 118 y los adultos circulantes lo miraban con cierta extrañeza debido a su talento. Para nosotros era simplemente el Miguel, cabro pelotero.
En otra oportunidad, cansados de jugar, respirando el humo de Caletones, soportando nuestra sudoración y la tierra levantada de la cancha, fantaseamos con Miguel las mejores estrategias para atrapar o engañar a los hermanos Montecinos, líderes de la pandilla del camarote 40 y eficientes lanzadores de piedrazos. Eran planes peregrinos, ricos en ingenuidad e inocencia, pero sabrosos de imaginería infantil.
Un día cualquiera, dejó de asistir a la cancha. Dejamos de verlo. Quizás lo echamos de menos. No lo recuerdo. Nunca le preguntamos su apellido, nunca le preguntamos dónde vivía ni dónde estudiaba. Y, sin datos, ya no será posible ubicarlo jamás en las redes sociales.
Con la distancia de los años, rememoramos y apreciamos con el Yelo su inteligencia musical y la soltura que exhibía para circular por las calles y escalas repartiendo sencillamente sus melodías, como un regalo excepcional, como si fuera un pequeño personaje de un cuento de antaño.
Era como un himno de los años de oro del campamento.
